sábado, 11 de agosto de 2012

El Bombardeo de Hiroshima y Nagasaki



Decir Hiroshima (o Nagasaki) es definir una civilización. El mundo que hasta ayer mismo nos amamantaba. Crecimos sobre esas raíces destruidas. A partir de los años cuarenta, cada bebé que venía al mundo nacía póstumo. Hoy, que hemos aprendido a banalizar el sufrimiento, no estará de más que recordemos (memoria pasiva, memoria fatal) el acontecimiento que hace sesenta y cuatro años y un día dio nombre a una época que de manera sombría comenzaba: la era atómica.



A las 8:15 del seis de agosto de 1945 la superfortaleza Enola Gay decidió firmar con letras doradas en la fértil e inagotable historia de la infamia. Como un dios de la guerra, a su paso no quedó más que una densa columna de humo. De su tripa cayó la Bomba sobre Hiroshima. Silbaba como una serpiente a punto de experimentar el clímax coital.

Aunque se desconoce el número exacto (¡qué perífrasis tan anodina, tan salvaje…‘el número exacto’!) de muertes, se calcula que en el plazo de un par de semanas se habían superado las cien mil. Se destruyó además el noventa por ciento de la infraestructura urbana. Dicen que Truman se sentía El Presidente más que nunca con un pin de la bandera estrellada en la solapa.

Claro que se podría pensar que Japón se lo había buscado. El ataque japonés contra Pearl Harbor se produjo el siete de diciembre de 1941. Aunque Inglaterra buscaba involucrar a los EEUU desde hacía meses en la contienda (diversas entrevistas de Churchill con Roosevelt), será solamente entonces cuando la potencia americana se vea arrastrada. Hay que destacar el hecho de que, en cualquier caso, los USA no estaban en condiciones técnicas de entrar antes en la guerra. Incluso a finales de 1941 su maquinaria bélica se hallaba lejos de estar a pleno rendimiento.

El señor que vivía en la Casa Blanca, Harry S. Truman, era el vicepresidente de Roosevelt, al que sucedió en el cargo cuando el viejo presidente falleció el 12 de abril de 1945. Demasiada prisa, pues, parece que se dio en ordenar el ataque atómico. Es cierto que, tras Nagasaki, Japón se rindió incondicionalmente, pero la mayoría de analistas coinciden en señalar que se trató de un gesto inútil y casi diríamos retórico, si no fuese por lo sangriento.

Los aliados cercaban a la potencia de oriente por todos los costados y, además, una vez concluida la contienda en Europa, la propia URSS había declarado la guerra a Japón a principios de agosto. Nadie dudaba de que la rendición estaba próxima. Sin embargo, alguien deseaba tener una postal de esa tétrica columna de humo irguiéndose como un hongo de los infiernos, fotografía que ya nos resulta tan familiar…

Los que sobrevivieron la Bomba de forma directa (porque de algún modo todos llevamos dentro una ausencia desde entonces, todos somos supervivientes) nos han ofrecido unos testimonios en los que se riza el rizo de la angustia. Como el de aquel anciano, entonces niño, cuando nos contó cómo en las escuelas, tras el resplandor y el estruendo, en medio de la ceniza, uno volvía en sí escuchando aquí y allá débiles cánticos. ¿Los ángeles del cielo? Me temo que no. Se les había enseñado a no gritar para pedir auxilio: aguantad en la adversidad, eso os hará fuertes. Tal era la pedagogía en tiempos de guerra. Así que los heridos cantaban para descubrir su posición debajo de los cascotes, sin sollozos, sin gemidos, sin cobardías.

Quienes han visitado la ciudad hablan a su vez de las inquietantes sombras. En el epicentro del impacto la temperatura subió por encima del millón de grados, por qué no. En un radio de kilómetros los objetos y las personas literalmente se desintegraron. Algunos dejaron una mancha, una sombra. Al final siempre se regresa a los grandes poetas. El hombre es una sombra… esto ya lo sabía Píndaro. Fíjate tú que en el 45 quisieron solamente versionear al clásico.

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